jueves, 5 de agosto de 2010

Zinfandel

Van 4 horas desde mi última copa de vino. Estoy bien. Pese a lo que mi estabilidad física y mental aparente. He hojeado un libro viejo y huele a tiempo, a hojas amarillas, a madera y azúcar. No leeré porque los párpados ya me pesan. Fue mucho alcohol y ahora es poco el ímpetu que resta para tomar un libro y prestarle la atención que se merece, no obstante el autor. No importa, entonces pensaré. Recostada en el catre que aguarda mis movimientos nocturnos observo el techo. Vaya, qué sed. No es tanta como para acceder a moverme en el estado casi catatónico en el que me encuentro. Cómoda en mi inmovilidad pienso. Tal vez debí apagar la luz por si en un momento sucumbo ante los párpados que tienen más vehemencia que la dueña. Sí, ustedes, par de membranas caprichosas, me pertenecen.

¿Y en qué pienso? En mi sed… vaya, qué mediocridad, no es tanta ni tan poca como para determinarme a bajar por un vaso de agua. Hasta en eso soy una mitad: mitad mujer, mitad humana, mitad salmón, mitad cigarro, mitad viviente. Tal vez sea un zombie, ¿por qué no?... Eva Luna platica con Carter, el saxofonista de Cortázar. Se miran entre palabras y luchan por entenderse. Orgía de letras y tiempos. En el buró reposa una tortuga de felpa en la que reposa una hoja blanca en la que reposa tinta en la que reposan mis palabras en las que divagan mis ideas. Pobre tortuga. Y al lado, las palomas musicales que le robé como herencia a mi abuela. Debería dejar a un lado la descripción absurda de mi habitación y tomar un poco de agua. O vino.


Van 4 horas, 12 minutos desde mi última copa de vino. Tal vez esté ebria. Recuerdo mi mano dejando la botella después de servirme un último trago. La mesa goteaba sangre que hacía de charco en un piso parecido al parqué. Bebí. Creo que maté a alguien. Y yo con esta sed.


María Fernanda Salazar Romero

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