lunes, 13 de septiembre de 2010

De agua



La ciudad, ombligo luminoso donde las 


calmadas aguas del entonces glorioso Tenochtitlan 


aguardan para embriagar a aquellos con la fe vertida


 en la justicia incomprensible, pero justa; 


aquella no creada por el ser humanoide, parcial 


(si no es que absolutamente) cegado por él mismo: 


la justicia de la materia.


 El reclamo de la existencia misma siempre antes del hombre.




María Fernanda Salazar Romero



miércoles, 1 de septiembre de 2010

Te odio, Marx




Básicamente heme aquí, con una taza de café instantáneo al lado del la bocina izquierda de la computadora, en lo que pareciera el marco perfecto para desahogar mi actual frustración: programas de orquesta sobre el escritorio, mi vaca “amansa locos” (figurilla de cerámica que adorna la parte superior del monitor y que cuelga sus patitas de manera juguetona y bastante fantasiosa con propósitos destructivos-distractores), un Romeo y Julieta consumiéndose en un cenicero con forma de hongo hecho de resina de árbol, y todo esto conjuga, en sí, lo que me he acostumbrado a necesitar para inspirarme.

Volteo, eventualmente, a mirar mi cama. Espero algo. El sonido del celular, que Zra esté recostado en ella, que aparezca otro juego de sábanas (Dios, manifiéstate) o solo voltear como mecanismo de defensa ante la inclemencia del teclado que aguarda a que le azote con un poco de elocuencia y más cadencia de la habitual. Desea serme útil –si entendieras, adminículo inanimado, que yo deseo caprichosamente serte útil de igual modo-

Te odio, Marx. Pensaba entonces, bastante antes de proseguir escribiendo, por qué odio a Karl Marx. Y es más que un simple desacuerdo con la división de clases, o el Capital, o el contrato social, o el amplio acervo de estudios socioeconómicos que este sujeto alemán hizo, es más bien por lo popular, lo detesto por popular. Me molesta que su existencia sirva de justificante a los pomposos universitarios con cabello largo, morral de lado, lentes de fondo de botella y conversaciones pretenciosas que lo único que hacen  es ridiculizar al gremio real de los intelectuales.

Los intelectuales: dícese de aquellos seres superiores que preservarán la especie humana de manera digna, inmoral e inteligente, como el hombre debe ser. 

Decía, Marx es sólo un pretexto para aquellos jactanciosos de haber vivido la maravillosa y productiva época de brillantez y boom literario en México, por lo menos. Un par de maestros son de ese tipo intelectualoide, de aquellos que no perdonan errores y no hay más verdad para ellos que las ciencias sociales. Estudio, a mi parecer, ridículo. Es deslindarse de la psicología como la ciencia que analiza con más apego al comportamiento humano para convertirse en migajas de estudios que de por si son bastante absurdos. Resulta entonces, que las personas tenemos patrones de conducta y que éstos, innegablemente, son consecuentes y marcan un estándar en el ser y hacer humano. Las ciencias sociales son ciencias porque a la Real Academia de la lengua Española se le ocurrió una definición nada separatista para dicho concepto. En fin. Probablemente sea solo una idea sin fundamentos. Así funciono yo. Tendría que recurrir –si aceptara concejos precipitados y poco sabios- a los servicios de algún terapeuta que me ayude con tan grave problema de ignorar que las cosas son un algoritmo, tienen un orden, un por qué, y ante todo, consecuencias. Igual vale madres.

Terminaré diciendo, con propósitos de redención introspectiva, que este escrito ha cumplido el propósito de mitigar lo mitigable y ahora me siento mucho mejor. Por un rato. Después de que la sensación inmediata de liberación se disipe, encontraré otra excusa para hablar mal de los psicólogos y letrados sociales que invirtieron gran parte de su tiempo en entender a personas como yo. A eso le llamo fe.


María Fernanda Salazar Romero