miércoles, 16 de mayo de 2012

La nube.

Una nube tocó a mi puerta. La dejé entrar porque, a estas alturas, no me queda nada qué perder. Más fue la curiosidad, a la vez compasión, que me antojaron darle morada a la nube aquella.
La nube entró y así como atravesó la puerta, se dirigió al rincón donde coloqué el florero que mi madre me compró en la Lagunilla. Qué feo florero. Pero sirve. En él, 18 rosas lila bebían agua, o se pudrían. Más lo segundo.
Mientras observaba el comportamiento de mi invitada, acerqué un taburete muy coqueto a la sala en donde podía establecer contacto visual con la nube sin acosarla. Digo, no iba a dejarla sola. Que tal si necesitaba algo.
Pasó un ratito. Ya no aguanté mas y le hablé:
—¿Hola?
—Hola. Muchas gracias por dejarme entrar. Este lugarcito está muy bien para mi.
—No, pues. De nada.
Momento incómodo.
—Necesito llorar un poco. Pero afuera hay mucha gente y flores y más nubes. Me da pena — de repente dijo.
—Pues no te preocupes, sobre ese jarrón puedes llorar todo lo que quieras. Si te incomodo dime, puedo irme.
—No. Quédate. Tú también necesitas llorar.
Empezó a llover dentro de mi casa. Yo también llovía. La nube se deshizo sobre mis 18 rosas. Yo me deshice en el taburete.
El suelo mojado, inundado de lágrimas. No hay quien limpie el desastre, pero tampoco quién lo vea. Da igual. Esa nube vino por mi, para llevarme con ella hecha agua. Hecha lágrimas.