lunes, 9 de agosto de 2010

Memoria

Ha dejado de preocuparme el no poder recordar. Paulatinamente, todo lo que conozco como existencia en este mundo, en mi mundo, en mi realidad tangible, se desvanece. Deja de ser en el momento en el que me olvido de ello. Y es precisamente esto lo que me asusta. Pensar en las cosas que dejarán de existir por mi culpa.

El perro que hoy se apareaba con otro perro será olvidado en unas horas, en unos días. No lo recordaré. Entonces, ya no será. No más. El fin del mundo se acerca, pues ya no puedo recordar.

‘Todo’ es el conjunto universal de entidades, formas, ideas líquidas, sólidas, etéreas dentro del conciente humano. Entonces, lo que percibimos como sociedad, como realidad, no es más que la conjunción de muchas realidades, de muchas percepciones. Si en este momento todos olvidáramos, simplemente dejaríamos de ser.

Qué angustia da el no ser más que el no vivir. El vivir es una de las tantas cosas que provienen y se dirigen hacia el mal. El ser mismo culmina en el mal. Cito a Leopardi “No hay otro bien sino el no ser”. Y todo lo existente es causante de dolor. La naturaleza, el aire, la lagartija que se alimenta de moscos que se alimentan de sangre que pican que dan comezón que causan dolor. Todo empieza y culmina en el hombre, non plus ultra de la realidad tangible.

Después de perder la memoria, que no es más que todo lo que conozco, que no es más que lo que queda de mi ignorancia, que no es más que una realidad ambigua, deforme, siniestra, absurda, tortuosa, ridícula, inmoral, irrespetuosa y soberbia que yo he creado a partir de lo que veo, pienso y siento; que no es más que un defecto humano, que no es más que un intento más de quien quiera que sea Dios de que los errores se cometen para tener de qué hablar al día siguiente (si es que existiera un día y éste tuviera una secuencia) Ahora que lo pienso… todo lo que hacemos y dejamos de hacer, encapsulado en el tiempo que a la vez tratamos de medir en cubitos y demás figuras geométricas, es un hecho continuo y no se detiene. No dejamos de hacer, de crear, de destruir creando, de crear para destruir… de destruir. No paramos. El meridiano 0 nos indica única y exclusivamente una sucesión de turnos en una jornada eterna para acabar con el mundo. No hay día ni noche que nos detenga. Somos imparables. Somos despreciables.

Por fortuna esto está escrito (por fortuna para mi, pues olvidar le causa tortura al estilo medieval a cada uno de mis órganos, si existieran) y entonces puedo hacerme una memoria de papel, leer en qué iba. Tengo entonces una tentativa libertad al escribir. No se que tan bueno o malo sea eso, pero es reconfortante. Y reconfortante no porque me ate a una idea que ya he concebido anteriormente, reconfortante porque entonces sé que aun existo. Pero pensándolo bien, no es tan bueno. Soy una niña muy incoherente, indecisa. Pero al menos soy. O quién sabe.

En fin…Estaba en los errores y cuán divertidos son para las conciencias que se percatan de éstos. Ciertamente ya se me olvidó por qué hablaba de ello. No importa.

Seguiré leyendo a Cocciolli. Me hace pensar. Entonces existo, diría alguien por ahí que no recuerdo. Su frase ha sido tan desgastada que he preferido olvidarme, injustamente, de su ser en la historia. Qué terrible… Pero estoy en mi derecho.

¿Me irá a doler cuando me olvide de aquello que quiero y con un mágico “puff” desaparezca? ¿Tengo yo la cualidad de decidir si olvidar o no? ¿Cómo…? De hacerlo, de poder dominarlo, podría entonces dejar de sufrir y seguir barriendo la casa. Labor que fue interrumpida por esta necesidad loca mía (que no Locomía) de pretender que existo.


Continúa…. 

María Fernanda Salazar Romero

jueves, 5 de agosto de 2010

Zinfandel

Van 4 horas desde mi última copa de vino. Estoy bien. Pese a lo que mi estabilidad física y mental aparente. He hojeado un libro viejo y huele a tiempo, a hojas amarillas, a madera y azúcar. No leeré porque los párpados ya me pesan. Fue mucho alcohol y ahora es poco el ímpetu que resta para tomar un libro y prestarle la atención que se merece, no obstante el autor. No importa, entonces pensaré. Recostada en el catre que aguarda mis movimientos nocturnos observo el techo. Vaya, qué sed. No es tanta como para acceder a moverme en el estado casi catatónico en el que me encuentro. Cómoda en mi inmovilidad pienso. Tal vez debí apagar la luz por si en un momento sucumbo ante los párpados que tienen más vehemencia que la dueña. Sí, ustedes, par de membranas caprichosas, me pertenecen.

¿Y en qué pienso? En mi sed… vaya, qué mediocridad, no es tanta ni tan poca como para determinarme a bajar por un vaso de agua. Hasta en eso soy una mitad: mitad mujer, mitad humana, mitad salmón, mitad cigarro, mitad viviente. Tal vez sea un zombie, ¿por qué no?... Eva Luna platica con Carter, el saxofonista de Cortázar. Se miran entre palabras y luchan por entenderse. Orgía de letras y tiempos. En el buró reposa una tortuga de felpa en la que reposa una hoja blanca en la que reposa tinta en la que reposan mis palabras en las que divagan mis ideas. Pobre tortuga. Y al lado, las palomas musicales que le robé como herencia a mi abuela. Debería dejar a un lado la descripción absurda de mi habitación y tomar un poco de agua. O vino.


Van 4 horas, 12 minutos desde mi última copa de vino. Tal vez esté ebria. Recuerdo mi mano dejando la botella después de servirme un último trago. La mesa goteaba sangre que hacía de charco en un piso parecido al parqué. Bebí. Creo que maté a alguien. Y yo con esta sed.


María Fernanda Salazar Romero