Todos los placeres del hombre, absolutamente todos, deberían percibirse con sutil fortaleza moral (por aquello de opacar su exquisita existencia con moralismos absurdos). Porque duele no gozar, a mi me duele.
Nada más rompe-bolas que querer darle la última suculenta bocanada de nicotina al cigarro que has amado: desde el apasionado encendido, siguiendo con los traviesos besuqueos y succiones, invirtiendo caricias, pensares, lamentos, desequilibrios y demás ideas, para que entonces, cuando estás a punto de culminar la armoniosa comunión, llegue un hijo de puta y lo apague. No sin antes pronunciar las nefastas palabras "¡Deja de fumar, te va a hacer daño!".
Malditos hippies.