viernes, 26 de junio de 2009



Miserable mujer.
Tapa su boca y no halla manos suficientes para taparse los ojos y oídos a la vez
Ya no es tristeza, la antes bien ponderada y devaluada tristeza. Alguien le enseño que valía, si es que existiese el valor de lo invaluable.
Su miseria llega al grado de detestar su existencia misma, en esencia (que alguna vez creyó tener, como tantos creen y creen bien). Ya no es ni quiere ser.

Miserable mujer, que no siente ni la desgracia misma, ni la desgracia por el prójimo, menos aún la propia.

Harta de pronunciar palabras de connotación pretenciosa, harta de escuchar lo insensato. Nada le sabe. Un beso no le sabe. Ni la gota que es lágrima, ni el gesto que es sonrisa.

Ensimismada en la apatía de su gremio, decide abstenerse hasta del más común de sus usos. Común, ahora su uso es común y se encuentra miserable. Ambas coincidimos en ello. Miserable hasta la uña, la pestaña y el codo.

Ahora tratará de aislarse y asirse a su no sentir. Tal vez crea ser imperceptible. No diré lo contrario. Para mi lo es.

Miserable mujer que, lamentablemente, calla y observa. Que no se da a entender porque el mundo se ha desentendido de ella. La ha olvidado. Y ella hace lo propio. Ambos, omitiéndose mutuamente, estarán bien. A nadie le hace ni mal ni bien la presencia de alguien que no quiere ser partícipe de la fatiga cotidiana de la extinción.


MaríaFernanda Salazar