martes, 6 de abril de 2010

Pedro



Las manos temblorosas. Como cuando hace mucho frío y el cuerpo, a manera de mecanismo de defensa se sacude para producir calor. Pedro no tenía frío. Solo ansiedad (así se le llama a tener ganas y miedo a la vez) por verse al espejo.


Parado, pensando en su rostro. Pensando en él, en las nuevas sensaciones y el por qué. Ahora, el calor no solamente era percibido por el cuerpo. Era un estado mental, de pesadumbre.


-¿Y entre pieles?, Pedro.


-El contacto entre humanos se asemejaba a una colisión de masas, a un choque abrupto entre gente que circula por ahí y no se da cuenta de cuan vulnerable soy, era… lo era a todo. Además, es insoportable. Tocar otras pieles, otras texturas. No es igual… no.


-¿Por alguna razón te parece que les importaba?


-¿No? Yo pensé…


De pie. Quería verse por última vez. Después de todo, así viviría por siempre.


-Yo la amaba tanto.


-Disculpa, pero por más que alguien ame a una persona… ¡Vamos! Pudiste haberle regalado una flor, chocolates, peluches. No tu piel.


-Si hubiera visto esos ojos, esa boca, ese ser; señorita. ¿Qué mayor presente que mi piel para protegerla del mundo, de la gente? Me carcomía el alma pensar en que se contaminara su cuerpo con las partículas de miseria que la rondan y se esparcen con el aire. ¿No las siente? Tocan la piel y son como agujitas que se incrustan e inyectan un veneno que va degenerando paulatinamente el cuerpo. No son mortales en dosis moderadas, incluso ayudan al crecimiento humano, del alma. Pero hay tantas, señorita, tantas que son corrosivas en conjunción. Y su piel, su bella piel no tenía porqué carcomerse con miseria.


-Después de que le dieras tu piel, ¿no actuó como si estuvieras demente?


-No. Yo le expliqué el por qué de mi regalo y ella sonrió. La tomó entre sus manitas, la observó un rato con mucho morbo y después se la puso como capa. Se la até alrededor del cuello con un listón. Ella estaba protegida entonces por algún tiempo.


Amelia se fue. Con la piel de Pedro, con todo su amor. Ella prometió verlo de nuevo en algún punto de la historia. A Pedro esa promesa le bastaba para vivir, para esperar durante toda su vida.


-¿Esperar toda la vida? ¿Cómo es eso?


-Cuando el único propósito de la vida es amar, la espera es lo único que alienta. Es la fe de los pacientes.


Cuando Pedro iba a morir, iba a echar un último vistazo al espejo, a su reflejo sin piel. Lleno de músculos apolillados por las esporas de la miseria. Rojos, casi muertos por la espera. Amelia no regresó a tiempo. Pedro murió.


-Vaya, qué tristeza que fallecieras antes de verla. ¿Esperaste muchos años?


-No, señorita. Sí la esperé… ¡y vaya que me hubiera gustado esperarla más! Pero, ¿cuánto tiempo cree usted que puede un hombre sobrevivir sin piel?


Así fue como Pedro se quedó sin piel. Así fue como Pedro esperó a Amelia un día entero: el resto de su vida.



María Fernanda Salazar Romero